23.2.21

LA CASA DEL JACARANDÁ

 

3. Guayracá segundo


 

 

El río Luján reluce como una cinta de cobre lustrado. Lo hace entrecerrar los ojos. A diferencia del canal de aguas quietas en donde vive, acá el río es correntoso y está lleno de brío. Un soplo de viento fresco barre la superficie por unos instantes, se lleva el olor a barro y trae una sutil esencia de sauces, madreselvas y tierra húmeda. En el centro del cauce el oleaje es más encrespado, como si el río contuviera otro río. Lito endereza la piragua y la mantiene en línea paralela a estrictos seis metros de la orilla. Remar es un acto que mantiene sus pensamientos encarrilados. El equilibrio de la piragua es precario y requiere de su habilidad. El dolor en la cara, punzante cuando inclina el torso hacia atrás, es un recordatorio de que no todas las piezas del tablero están bajo su dominio. No está enojado con su hermana. Se da cuenta de que la ha empujado más allá de lo tolerable. La exhibición de ferocidad de Natalia, acaso sorpresiva, debería servirle de aprendizaje. Nadie debería subestimar a una madre que defiende a su cría. Los ojos desesperados y enloquecidos parecían dispuestos a todo. Incluso a matarlo a golpes, ¿no? Pero se han marchado en un momento inoportuno. Aunque parezca irónico, le preocupa lo que pueda pasarles ahora que no está él para protegerlos.

Durante el trayecto, el Capitán se mantiene con la cabeza erguida y en estado de alerta. No pareciera escapársele ninguna sombra o silueta oculta entre los árboles. Siempre asume esta postura de estatua cuando se sube al bote, como si el equilibrio de la embarcación fuera un asunto de voluntad.

Subiendo siempre en contra de la marea, por el margen izquierdo del río, Lito se pregunta que se está cocinando alrededor de la casa grande. Lo que teme, no se atreve a conjurarlo. Lo han obligado a participar en actos aberrantes, actos de los que prefiere olvidarse. Y aún así, había en eso una cierta excusa ante su propia conciencia. Lo que todo soldado se repite como un mantra para poder dormir por las noches. Eran órdenes. Órdenes.

Lito sacude la cabeza. Podría haber peleado. Muchos se plantaron sin importar los resultados. Pero él es un miserable y un cobarde. Esa es la verdad. Incluso ahora, que se está muriendo. El miedo a lo que puedan hacerle se convierte en una pelota en la boca del estómago. Sabe que algo está mal. En ocasiones anteriores la información y la preparación eran importantes. Le avisaban. Lo llamaban a reuniones para explicarle lo que querían de él, casi como si fuera un actor con un guion muy específico. Su habilidad servía para determinadas puestas en escena. Y nunca estaba solo, había otros como él a los que se le pedían otras cosas. Los especiales. Así los llamaban. Lito solía pensar que ellos estaban al menos una categoría por encima de los pobres diablos a los que traían atados y encapuchados.

Ojalá hubiera nacido con el don de la premonición para poder ganarles de mano. En una de esas sesiones horrorosas conoció a una especial. Era una chica de no más de catorce años que podía ver el futuro. Los milicos la usaban como oráculo ignorando que ella era algo más. También tenía la capacidad de comunicarse sin mover los labios. “Es tiempo de arcanos mayores”, le había susurrado aquella vez dentro de su mente y Lito creyó que se estaba volviendo loco. “Uno de ellos es Azazel, el oscuro… el otro está oculto todavía. No tengas miedo, Lito. Aunque tengas poco tiempo, los vas a conocer. El orden será restituido, tarde o temprano”. Lito la miró con los ojos grandes. Había querido profundizar en los detalles, pero se la llevaron rápido.

Al pasar por la desembocadura del canal Villanueva, el sol del mediodía está en su punto más alto. La camisa empapada se le pega al cuerpo y el pelo de la frente se le cae permanentemente encima de los ojos. Lito resopla con disgusto. Deja correr la piragua a merced de la inercia para pegarle un trago a la botella. Los sonidos del pueblo le llegan amortiguados y esporádicos. Un motor diésel traqueteando en la doce de octubre. Los martillazos de los municipales armando una estructura de madera en la otra punta del canal, por la fiesta patronal. La carambola de ladridos vagos y repetitivos a los que Capitán no hace caso. La vida en el pueblo es distinta que en la isla. Más monótona, más liviana. Pero por algo se fue. O lo fueron. Estaba demasiado expuesto a los rumores y comentarios. Lo único que extraña Lito es la costumbre de ir a tomarse unos vinos al buffet del Club Peñarol del delta o a la sociedad de fomento de la Ñata. A veces se quedaba hasta la noche hablando de futbol con el viejo Vicente y el Sordo o jugaba al truco con Don García y los hermanos Iturre por una ginebra o una Legui. Borrachos, habitantes del ocaso, parroquianos que venían a comulgar un rato con sus propios fantasmas. Era agradable estar ahí, compartiendo historias con ellos. Pero él sabe que esos días han pasado, han trasmutado en una debacle que se lo llevará puesto. Ya no tiene la libertad, ni el tiempo, ni la salud para hacer lo que se le cante.

Una lancha con motor se acerca. Antes de cruzarse con él, aminora la marcha para que la oleada no lo sacuda. El marinero, un tipo de cara roja y anteojos oscuros, lo saluda con una inclinación de cabeza antes de acelerar. Lito se da vuelta para leer el nombre de la embarcación: Liebre II. A pesar de todo, la piragua se hamaca y se inclina hacia los lados. El perro se aplasta contra el fondo, con mirada de preocupación. Cuando cede el movimiento, olfatea el aire y lanza un solitario ladrido con el hocico apuntando al cielo. No hay ni una sola nube.

—No pasa nada, chamigo.

A los veinte minutos se arriman a la desembocadura del Guayracá segundo. La corriente es menos fuerte en el canal angosto y  facilita la tarea de remar. La techumbre de árboles ofrece una protección del sol, pero Lito apenas nota la diferencia. La sensación de que algo horrible se avecina es tan grande que siente como si pesados cables de acero encastraran sus vertebras unas con otras.

Avanzan con el sonido de los remos empujando el agua y las notas de los benteveos y zorzales en los árboles cercanos. A lo largo del río, durante los quinientos metros que separan el Luján de la casa de Greco, no hay casi señales de civilización. La única vivienda es un rancho con techo a dos aguas abandonado hace años. El corredor se ha desmoronado dentro del agua y el resto de la construcción parece un acordeón haciendo equilibrio sobre el terraplén. Las maderas desgastadas han adquirido un color negruzco y unas garzas blancas contrastan sobrenaturalmente en la baranda irregular.

El Capitán olfatea el aire nervioso y lo mira a Lito como corroborando que no se ha vuelto loco.

—Tenemos que ir —dice Lito —. No queda otra.

El perro gime y vuelve la cabeza hacia el frente.

Cien metros más adelante, en un recodo donde el cauce se estrecha, pasan silenciosos bajo una maraña de ramas de alcanfor que han sido cooptadas por una inmensa santa Rita. El efecto de arcada es el de una glorieta natural pero el túnel sobre el agua es tan sombrío que las flores coloridas no alcanzan a disipar la aprensión. Cualquier bicho podría ocultarse en ese matorral. Cualquier cosa podría saltarles encima.

 A medida que se acercan al muelle desvencijado de la casa de Greco, el Capitán se pone más y más tenso. Lito no sabe exactamente con qué se va a encontrar pero le parece ineludible seguir sus instintos.

Antes de tocar el muelle, Capitán toma impulso y salta directamente a la escalera. Corre con el pelo erizado por el caminito que conduce al rancho sin hacer caso a las órdenes de Lito.

—¡La puta que te parió!... ¡Capitán!

Cualquier intento de discreción está perdido. Lito enlaza la piragua al muelle y se dirige hacia el rancho con paso cansino.

17.12.20

LA CASA DEL JACARANDÁ

 PRÓLOGO





1 de febrero de 1970.

Estrella del Norte.

 

 

—¿Vos cómo te llamas, querida?

La pregunta la sacó de un sopor de horas. El muchacho sonreía como si alguien le hubiese contado un chiste muy gracioso. Catalina lo miró y enseguida giró la cabeza hacia a sus padres. Un acto reflejo de obediencia. Le habían dicho mil veces que no debía hablar con extraños, aunque éste en particular no parecía peligroso. Le hubiera bastado sondearlo un poco para saber más de él, pero había prometido no volver a hacerlo. Además, no necesitaba escarbar. El pasajero no tenía pinta de ladrón, ni de degenerado. No entraba en el rango de personas que la ponían alerta. Catalina observó a sus padres y sintió una punzada de vergüenza por ellos. No le gustaba verlos así, con las cabezas inclinadas sobre el pecho, roncando y hamacándose al compás del traqueteo. Parecían dos borrachos. Dos opas de la provincia. Su tío Ernesto también viajaba con ellos, pero estaba dos vagones más atrás y sería ridículo ir a pedirle permiso a él. La chica levantó la vista y miró al hombre directo a la cara, sin pudor. No se acordaba en qué momento se había subido, pero seguro que no en Tucumán. A lo mejor en Santa Fe, mientras ella dormía. Había tenido tiempo de sobra para mirarlo de reojo durante aquel viaje interminable. Un hombre joven de pelo castaño claro, con una barba cobriza que enmarcaba unos labios gruesos. Con unos pocos kilos de más. Atildado. Blanco como una torcaza. No diría que era lindo, pero sí interesante. Se notaba que era confianzudo, además; en un momento de la tarde quiso entablar conversación con su padre sin obtener más que monosílabos y miradas torvas. Su viejo desconfiaba de cualquiera que tuviera menos de veinticinco y no fuera de su propio barrio. Y éste encima tenía pinta de hippie. En el anular y el meñique de la mano izquierda llevaba unos anillos negros. Tenía aritos de argolla en ambas orejas y. cuando se movía, un medallón plateado se balanceaba entre los pliegues de la camisa como el péndulo de un reloj. La ropa era discreta, salvo por las sandalias de cuero como las que usaban los franciscanos. Se adivinaba una inclinación hacia lo estrafalario, aunque contenido. Porteño, seguro.

—Me llamo Catalina —contestó ella en un tono lo suficientemente

alto como para que se entendiera, pero no tanto como para alertar a su madre.

         —¿ Y vos?

—Marcos —respondió él en el mismo tono—, aunque mis amigos me dicen “el loco Marcos”. No amagó con extenderle la mano, pero inclinó la cabeza a modo de saludo. Sus ojos castaños tenían algo especial: estaban salpicados de borrones ocres como los de un felino. «Si tuviera la nariz más angosta se parecería al Jesús del sagrado corazón» pensó Catalina. «O por lo menos, a uno de los apóstoles… Lucas o Judas Tadeo…»

Él buscó dentro del bolso de lona y sacó una botellita de agua mineral. Desenroscó la tapa con dedos rápidos y bebió tres sorbos.

—Hace calor, ¿no?... ¿Queres?

Ella negó con la cabeza.

—¿Y por qué te dicen “el Loco”?

Marcos guardó la botella de agua dentro del bolso y lo cerró con un rápido movimiento del cierre. Le sonrió con toda la cara y levantó una ceja. Catalina recapituló su dictamen. Ahora sí le parecía lindo. Tenía un tic que le hacía mover la comisura izquierda hacia arriba, un temblor casi imperceptible.

—¿Por qué será?

—No sé, capaz te escapaste de algún manicomio.

—No. Nada tan dramático. Tengo ideas radicales pero no soy un loco literal.

—¿Qué es literal?

—Literal: quiere decir que se alinea exactamente al sentido de las palabras.

Catalina frunció la cara.

—No sé si entiendo.

—A ver…¿Viste Gardel? ¿Cómo le dicen a Gardel?

—¿El cantante de tango?

—Sí.

—No sé cómo le dicen.

—Seguro que sabes.

—¿El zorzal criollo?

—Exacto. Si fuera literal, Gardel sería un pájaro. Un zorzal gigante.

—Qué estupidez. También le decían el mudo.

—¿Y era mudo?

—No.

—Porque lo decían en sentido figurado. Si fuera literal…

—Nunca se hubiera hecho famoso.

—Ahí tenés.

Catalina reflexionó unos instantes mientras el tren cruzaba la noche a toda velocidad.

Marcos sonrió y miró por la ventanilla. Oscuras masas de árboles se anteponían a oscuras masas de nubes. No se veían luces ni estrellas. El calor sofocante traería tormenta. Algo enorme estaba a punto de suceder.

—¿Qué miras tanto? Está todo negro ahí afuera.

—Y va a estar más negro.

—¿Qué querés decir?

—Tené paciencia.

—Nunca tengo paciencia. Mi mamá dice que tengo que aprender… ¿Por qué usas aritos?

—Porque parece que a mis orejas le gustan.

—Qué pavada…¿Vos sos de Buenos Aires, no?

—Ya me hiciste demasiadas preguntas. Ahora me toca a mí.

Catalina cambió de postura. Apoyó ambas manos sobre las rodillas y se inclinó un poco hacia adelante.

—Bueno, preguntá.

Sin sacar la vista de la ventanilla, Marcos trazó un círculo con el dedo sobre el vidrio, una marca apenas visible. Adentro del círculo, el vidrio comenzó a empañarse. A ella le llamó la atención el truco, pero se mordió los labios antes de volver a preguntar.

—¿Vos sos creyente?

—Sí… claro. Mi familia es católica. En Tafí del Valle iba a catequesis todos los sábados, hasta que surgió lo de la mudanza. La hermana Mónica me dijo que no me preocupara por no poder tomar la primera comunión ahí, que una vez que mi papá estuviera asentado podía retomar en cualquier iglesia del barrio…

Marcos giró la cabeza y la miró con seriedad.

—No. Estás evadiendo. La pregunta era: vos, Catalina, ¿creés en la existencia de Dios?

—Sí… Sí que creo.

—¿Y cómo sabes que creés?

—No entiendo tu pregunta.

—Quiero decir: cómo sabes que de verdad creés en Dios y no es una imposición de ideas que te metieron en la cabeza tus padres, las hermanas que te daban catequesis, la cultura católica de tu ciudad. Cómo sabes que no es un cuento de hadas o una psicosis en masa.

Catalina se quedó meditando un momento. En la catequesis nunca se cuestionaba la fe. Recordó unas palabras que le habían leído de la madre Teresa de Calcuta y que podía usar para salir del paso. Más tarde, cuando estuviera sola y tranquila, pensaría con más profundidad en la inquietud que le habían sembrado.

—A lo mejor, porque la creencia no necesita pruebas. Es algo que se siente. Yo lo siento acá —se señaló el pecho—. Es una sensación literal.

Marcos sonrió con toda la cara.

—No estoy seguro de que esté bien aplicado, pero es válido. No vine acá para refutar creyentes. Ahora sí, te toca a vos ¿qué me habías preguntado?

—Te pregunté si sos de Buenos Aires.

—Ah, no. Soy de un pueblucho deprimente de la provincia de Buenos Aires ¿Entendés la diferencia? ¿Importa que te diga el nombre?

Catalina se encogió de hombros. La conversación había abierto las compuertas de una curiosidad insistente. Sentía la compulsión por averiguar cosas, pero no sabía bien como preguntar.

—¿Y ese medallón?

Marcos le clavó la vista y su sonrisa titubeó. El tic se manifestó por breves segundos. Por un momento a Catalina le pareció que tenía más edad de la que aparentaba.

—¿Qué pasa con el medallón?

—¿Me lo mostrás?

Marcos se inclinó hacia adelante y extrajo la medalla para que Catalina pudiera verla. En el anverso había un santo sosteniendo una cruz con la mano derecha y un libro con la mano izquierda. La imagen estaba rodeada de inscripciones en latín. En el reverso había una cruz repleta de siglas que a Catalina se le antojaron arbitrarias.

—¿Qué es?

—Un San Benito.

—Pensé que no creías en Dios.

—Y pensaste bien. Los cristianos le dan un sentido a esta medalla. Yo lo doy otro completamente distinto.

—Me tendrías que explicar los dos.

Marcos negó con la cabeza.

—No tenemos tiempo, querida.

Catalina lo miró sin comprender.

—Falta como una hora para llegar a Retiro.

—La primera revelación de la noche es que no nunca hay que dar el tiempo por sentado. ¿Queres oír algo increíble?

—Sí. ¿Me vas a contar una historia?

—No. Te voy a explicar por qué estamos acá, vos y yo.

         Catalina soltó una risita. Ahora entendía por qué le decían el Loco. La situación no dejaba de ser divertida.

—Soy toda oídos.

—Esta noche va a ocurrir un milagro. No un milagro de Dios. Un milagro de poder. Hay que pensarlo en términos de causa y efecto. Lo que vamos a presenciar es un fenómeno similar a una reacción en cadena. Para llegar al apogeo se necesita que miles de engranajes trabajen coordinados en tiempo y espacio.

—Veo que te gusta hablar de cosas raras.

Marcos se acarició la barba y suspiró.

—Recién dijiste que la creencia no necesitaba pruebas. Pero que tal si te doy una prueba inmensa. Una que no deje lugar a dudas.

Su mirada brillaba con una luz nueva que a Catalina le dio escalofríos.

—¿Para convencerme de qué? ¿De qué vos sos Dios?

—No. No exactamente.

—No me gusta esta conversación.

—Yo no soy más que una parte…

—¿Una parte de qué?

—Me pasé toda la vida buscando a otro como yo. Un clase uno. Me hicieron creer que era imposible pero yo sabía. Lo sentía acá, igual que vos… Anduve por Estados Unidos, por Europa, por Asia, y todo el tiempo estuviste a la vuelta de la esquina. No sabes lo feliz que me hizo encontrarte. Al principio tuve miedo, dudas… no quería acercarme… pero es que el potencial que generamos es tan extraordinario…

Una sensación desagradable creció dentro del estómago de la chica. Tal vez había juzgado mal a la persona que tenía enfrente. Se arrepintió de no haberlo sondeado desde un principio.

—Voy a despertar a mamá…

         Marcos interceptó su muñeca y frenó el movimiento. El contacto frío de la mano le generó una corriente eléctrica en el cuerpo. Acercó su cara a la de ella.

—No, Catalina. Hagamos las cosas bien. Tenés que escucharme para entender lo que va a pasar.

—Soltame.

—Vos sos el combustible y yo el fósforo… y lo que vamos a hacer es prender fuego el mundo. Cuando dos como nosotros se juntan…

—¡Soltame!

El grito, agudo y lleno angustia, no pareció surtir efecto en el plano físico. Catalina sintió que gritaba abajo del agua. La voz quedó suprimida. Sus padres, que estaban a escasos centímetros de ella, siguieron durmiendo como si nada ocurriera. Por la ventanilla zigzaguearon las luces de una pequeña estación. El cartel repleto de consonantes se desdibujó en el resplandor. El tren continuó su marcha sin detenerse.

Los ojos de Marcos parecían irradiar un fuego de locura apocalíptica.

—No pueden escucharte —dijo él, y el tic volvió a parpadear en la comisura de la boca— todo el vagón está bajo el influjo del sueño.

La presión que ejercía la mano sobre la muñeca de Catalina aumentó. Los huesitos eran frágiles y podían romperse si aquel loco seguía apretando.

—¡Ay!

—Escúchame, carajo. No hay tiempo de jugar al no te creo. Si haces un poco de memoria te vas a dar cuenta que te digo la verdad.

—¡Basta!

—¿Tuviste una infancia normal? ¿Vos te consideras una chica normal, María Catalina Cuello?

Las palabras la dejaron helada.

No había tenido una infancia normal. No era una chica normal. Jamás lo había sido. Lo que sus padres sabían, lo que había provocado la precipitada mudanza, era sólo la punta del iceberg. Visiones y sueños increíblemente nítidos la asaltaban cada vez con mayor frecuencia. Desde que tenía memoria, podía ofuscar la mente de otras personas. Era un don natural.  Tanteaba en la corteza cerebral de la gente con tanta facilidad como si tocara una fruta. A veces ocasionaba una suerte de amnesia selectiva, a veces podía “ver” las imágenes que formaban los pensamientos ajenos. Incluso podía lastimar a otros implantando ideas extrañas. Eran habilidades con las que ya no se atrevía a jugar. Había aprendido de mala manera que su intervención acarreaba consecuencias. Y que había cosas peores que una mente en blanco. El suicidio de su amiga Viviana durante la pasada navidad había sido un golpe de realidad. Los hechos se habían desencadenado sin que pudiera detenerlos. Eran como piedras echadas a rodar por un cerro. Nadie en el valle había sospechado nada, pero ella sabía quién había empujado la primera piedra.

Advirtió que la presión en la muñeca disminuía. Marcos había visto la transformación en su cara a medida que comprendía y ya no se preocupaba en aferrarla con fuerza. Aunque no la soltó.

Con los ojos llenos de lágrimas, Catalina arremetió contra él. No con el cuerpo, sino con su arma más afilada: la voluntad. Clavó unas afiladas uñas de acero en la membrana sensible que envolvía las emociones de Marcos y desgarró sin piedad. Una pulpa en carne viva latió y se desangró sin resistencia. La intención de daño era tan fuerte que la hizo sentir mareada. Nunca había atacado a nadie con ese ímpetu. Al mismo tiempo observó los ojos de Marcos. La mirada impávida parecía haber previsto ese ataque en su contra. En todo caso, no acusó recibo. Cualquier otra persona se hubiera derrumbado, con los nervios destrozados, con la psiquis irremediablemente dañada, pero nada de eso pasó.

—¿Terminaste? —preguntó con impaciencia.

Entonces Catalina entendió. Lo que ella creía que era el núcleo sensible de su contrincante, era en realidad una fachada. Un cazabobos, como decía a veces su padre, puesto ahí para engañarla. Por unos breves segundos se le permitió atisbar detrás del telón, las imágenes que componían la verdadera mentalidad del monstruo. Vio con espanto y asco un paisaje que ya había visto en sus sueños. Un lugar que había atribuido a los hervores del subconsciente y sus engranajes de pesadilla, pero que ahora se revelaba como real. Un desierto de arenas blancas se perdía entre lejanas estribaciones rocosas. Los cadáveres se contaban por miles. Hasta donde alcanzaba la vista había cuerpos acomodados en diferentes posturas como grotescas obras de arte. Diferentes partes humanas en descomposición habían sido colocadas como piezas ornamentales, con los huesos sobresaliendo, con tendones formando atados y ramos. Entre las mórbidas filas y callejuelas había canteros confeccionados con cráneos y fémures. Las avenidas convergían alrededor de inmensos monumentos formados por cadáveres incrustados en mármol y fuentes de sangre que cargaban el aire con un olor metálico. Los moscardones y las ratas pululaban entre la carne en un festín multitudinario. Catalina se estremeció de horror. De pronto, la visión le permitió ver desde otro ángulo. El ordenamiento de los muertos obedecía a figuras geométricas similares a mandalas, que a su vez formaban intrincados laberintos. Los pellejos lívidos estaban iluminados por la fosforescencia de una luna llena similar a un ojo en medio de un cielo bordeux satinado como un coágulo.

Cuando ella gritó, el ojo que era la luna parpadeó y giró en una colosal cuenca de nubes, posando la vista en ella. Cuerpos blancos desnudos sobre la baja tierra húmeda y huesos arrojados en un seco y bajo desván, entrechocados sólo por las ratas, años tras año. La voz que recitaba era grave y parecía brotar de las entrañas de la tierra. Catalina creyó enloquecer. Antes de que la visión se cerrara, entendió con total precisión que aquel muchacho atractivo que se hacía llamar Marcos, el joven simpático con manos de artesano y sonrisa sincera que no le había despertado sospechas, era en realidad un heraldo de la muerte.

Otra vez en el tren, permanecieron uno frente a otro, como dos jugadores de ajedrez.

—Ahora vamos a hablar del futuro —dijo Marcos, sin inflexiones en la voz .—Mejor dicho; como vamos a participar en él.

Pero Catalina ya lo había visto. Era una imagen que había robado de su mente sin que él lo advirtiera. Una gran tragedia estaba a punto de desencadenarse. Faltaban pocos minutos. Entre Benavidez y Pacheco, otra formación se había detenido por un desperfecto mecánico. “El Zarateño”, repleto de pasajeros, aguardaba en la oscuridad del campo, unos kilómetros más adelante. Las almas inocentes que viajaban en él se inquietaban por la demora sin saber lo que se aproximaba ¿Cuánto tiempo quedaba?

—Futuro cercano —dijo ella —, no te voy a permitir hacer eso. Queres que se mueran todos.

Marcos le soltó del todo la muñeca.

—Sentate ahí. Y a ver si entendés: yo sólo no voy a hacer nada… Es la sumatoria de nuestras fuerzas la que va a actuar esta noche.

—¡Asesino!

Catalina se aferró a la única posibilidad que se le cruzó por la cabeza. Rezó con todas sus fuerzas para que no la descubriera.

—Esa es una palabra muy manoseada…

—Explicame por qué…

Marcos entrecerró los ojos.

—Eso ya lo sabés.

—No, no lo sé.

La luces de un pueblo zigzaguearon en la oscuridad. Fue un chispazo fugaz. Estación Benavidez. En el último tramo la Estrella del Norte cobraba velocidad como un rápido, sin detenerse hasta la estación Retiro.

—Los sueños —dijo Marcos —En los sueños está Él.

—¿Quién?

En su mente, sacudió la consciencia de su tío Ernesto y le insertó una voz de urgencia. Un pedido de auxilio visible y claro como un cartel luminoso.

—El señor de la casa. El hierofante… Pronto lo verás.

Marcos parecía haber caído en un estado de meditación profunda. Su mirada no estaba del todo enfocada. Junto a su cara, el vidrio dónde había trazado un círculo con el dedo estaba totalmente empañado.

—Estás loco. Tenés que parar esto ya.

—Vos tenés que dejar de oponer resistencia. Ya es un hecho, querida. Simbiosis y trascendencia. Está escrito en el libro del Sol.

Catalina calculó que quedaban dos o tres minutos para la colisión. No quería desesperarse pero sentía que todas sus células pedían a gritos salir de ahí. Pensó en sus padres y en su tío. Pensó en todas las vidas que se perderían sin remedio y en las esferas inmensas de dolor que provocarían esas pérdidas. Al borde de la histeria, propuso:

—¿Y si empezamos de cero? Dijiste que había mucho que aprender. ¿Cómo podríamos aprender algo si nos vamos a morir? Yo podría ser tu discípula y…

El cachetazo le cruzó la cara. Sintió el ardor en la mejilla como una marea de sangre. Las lágrimas volvieron a aparecer y se derramaron sin freno. A su lado, su madre roncaba apaciblemente, ajena a todos los males que asolaban la tierra.

«Mamá…» pero no podía alcanzarla. Ni a ella ni a su padre. Tal como él había dicho, todo el vagón estaba sumido en un trance de sueño inducido. Las cabezas se ladeaban de un lado al otro al compás del movimiento del tren. Parecían marionetas de madera colgadas de un palo.

Marcos la amenazó con el puño.

—No te lo voy a repetir de nuevo. No somos maestro y alumna… Somos el Alfa y el Omega en plena ejecución de un plan ancestral. ¿Morirnos? ¡Las Divinidades no se mueren!

Su Tío Ernesto cruzó por delante de ella como una exhalación.

La trompada fue directa a la nariz de Marcos. Un golpe seco, corto. Catalina oyó el crack del hueso y enseguida apareció la sangre.

Su tío había empezado a gritar algo. Pero el bocinazo del maquinista, se robó todos los sonidos del aire. Marcos se pasó el dorso de la mano por la nariz y le sonrió a Ernesto con una mueca espantosa.

Catalina no pudo oír lo que dijo, pero le leyó los labios.

—Nos vemos.

Los frenos chirriaron profundo en los tímpanos.

Después el mundo se volvió blanco, ingrávido.

Ernesto desapareció.

El tiempo se descarriló con un estruendo infernal de acero y vidrio y madera.

Dentro de la explosión, el fuego era rojo.

La sangre, el calor y los huesos, también eran rojos.


11.12.20

LA CASA DEL JACARANDÁ



2. La plancha

 

 

—¡Vero!

Lito tiene la sensación de que inmensas moles invisibles se han puesto en marcha. Existen motivaciones clandestinas que lo involucran y no necesariamente para bien. Las consecuencias irán apareciendo más pronto que tarde, pero dependerá de él que haya equidad en el reparto. Adentro de la casa hace más calor que afuera. El piso de tablas está combado por la humedad y cede unos centímetros bajo su peso. En los rincones hay cajas apiladas llenas de diarios viejos y montones de ropa sucia. En el centro de la sala, sobre una mesita ratona, hay unos canastos de mimbre a medio construir que el mismo dejó ahí la tarde anterior. Una fina capa de polvo cubre cada mueble con la misma delicadeza. Al lado de la ventana, en un sillón de cuerina ajado por el uso, un gato negro lame una de sus patas traseras sin prestarle atención ¿Le habían mandado un clase 2? De solo pensarlo se le pone la piel de gallina. A lo mejor sospechaban que estaba tramando fugarse y querían sondearlo. Lito sacude la cabeza. Hay algo más que no está pudiendo ver. No se tomarían tantas molestias así porque sí. Los clase 2 eran criaturas peligrosas, utilizados generalmente para infiltrarse en la guerrilla o reemplazar figuras en las altas esferas de poder.

Se asoma al cuarto de su hermana y ve que la cama ha sido tendida con prolijidad. Encima de una silla hay un bolso con mudas de ropa dobladas y limpias. La estantería junto al espejo está ordenada, sin una mota de polvo.

—Verónica, ¿dónde estás?

Si sus temores se confirman, deberá improvisar una salida definitiva. La lancha tiene medio tanque de nafta y con eso calcula que llegarían hasta el puerto…

Cuando entra en la cocina recibe un golpe en un costado de la cabeza. Su cuello se tuerce de mala manera hacia la izquierda. El ataque es sorpresivo y no le da tiempo a soltar ni una queja. Se tambalea con el torso sobre la mesa desparramando una pila de cacerolas y platos. Se endereza con un gruñido y logra, a duras penas, sentarse en la silla y levantar una mano en señal de paz.

—¡Pará!

La cabeza le palpita como si fuera a explotar. Verónica empuja la silla con el pie hasta hacerlo perder el equilibrio y caer de espaldas. Después se inclina sobre él agarrando el mango de la plancha con las dos manos, como si fuera una raqueta de tenis.

—¡Que sea la última vez! —grita. En el cuello de piel tirante sobresale una poderosa vena en forma de gancho. La cara está roja de furia. Lito recuerda haberla visto así una vez, hace años, en una época muy diferente.

Verónica levanta la plancha de hierro para volver a pegarle.

Lito abre los ojos y dice:

—Pará, por favor —La cabeza todavía le da vueltas. Escupe un gargajo con sangre sobre el entablado mugriento.

Verónica se ubica detrás de él, fuera de su campo visual.

—No se te ocurra hacerme una jugada de las tuyas o te juro que te mato.

—No voy a hacer nada.

—¡Hijo de puta!

—Te pido disculpas.

—¡A mí no me tenes que pedir disculpas!

—Al Ramón, entonces. Se me fue la mano, no quería lastimarlo.

—¡Mentira!

—Se había puesto pesado y quise asustarlo nomás.

—¡Lo tratás peor que a los perros!

Lito inclina la cabeza hacia el suelo en señal de sumisión. Cada vez que se mueve, el dolor es un hierro candente que va desde el parietal hasta la mandíbula. Los latidos son tan fuertes que lo hacen lagrimear.

—Verónica, escuchame lo que te voy a decir…

—Me importa tres carajos lo que tengas para decir. Me voy a la mierda. Nunca tendríamos que haber venido acá.

—¡Es importante!

Pero ella ya salió al patio de atrás. La escucha dando zancadas en el barro y llamando a su hijo. Los ladridos del Capitán son como agujas que se le clavan en el costado de la cabeza. La oreja le va a quedar como una ciruela en compota en cuestión de minutos.

—Verónica, pará…

Se imagina creando una nueva pesadilla para detener a su hermana, una criatura salida del zanjón, flaca, alta, construida de barro y ramas, cubierta de bolsas de nylon y camalotes. Pero no vale la pena el esfuerzo. Así de adolorido como está, la aparición no serviría de nada. Además ella conoce sus dones, sabe que se fagocitan con el miedo… entonces se lo escatimaría.

Verónica entra en la cocina tirando de Ramoncito, pasa por delante de él sin mirarlo. Ramoncito en cambio, lo mira con los ojos desorbitados. Ella abre un cajón y agarra un cuchillo.

—¿Para qué llevas eso, mamá? ¿Qué le pasó al tío?

—Después te explico.

—Vero…

Desde la sala y antes de  salir por la puerta principal, su hermana le anuncia: 

—Me llevo el bote. No nos sigas. Dejanos en paz.

Lito endereza la espalda contra la pared, con gesto de dolor.

—No vayas a lo de Gómez. Él también trabaja para la fuerza y no los va a proteger.

Por toda respuesta un portazo sacude la casa.

Lito resopla por la nariz. Es inútil gastar energías en perseguirla. Se toca con la punta de los dedos la sien. Duele. El hueso del cráneo dónde recibió el golpe está hipersensibilizado, la piel tirante parece un parche de curtiembre.

Espera unos diez minutos en silencio, con los ojos cerrados, esperando que las puntadas disminuyan. Es cierto que en los últimos meses se ha portado mal con su hermana y su sobrino. El trato ha sido más que áspero, cruel a veces. El deterioro de su enfermedad y los hechos ocurridos en la casa grande no ayudaron a mejorar su carácter, pero tal vez se le fue la mano con el maltrato. Recuerda algunas situaciones de las que no se siente orgulloso. Angustia, lágrimas. No tiene sentido lamentarse ahora.

Se pone de pie muy despacio, apoyándose en la mesada de la cocina. Arriba de la mesa, entre los despojos, queda todavía medio vaso de vino tinto. Se lo toma de un trago. El líquido caliente le sabe agrio mientras baja por la garganta. Tiene cosas que hacer y ya desperdició un tiempo precioso. Abre la puerta y se dirige al fondo arrastrando los pies como un anciano. Entre la casa y el galpón hay un tilo que da sombra sobre el techo del gallinero y el corral. Junto al tilo, la canaleta de la casa conecta con un caño que desemboca en un tanque de cemento para recolectar el agua de lluvia. Lito corre la tapa y se inclina sobre el espejo negro de agua. Está casi lleno. Las larvas de mosquitos que flotan en la superficie se retuercen y forman diminutos dibujos parecidos a signos de puntuación. Al sumergir la cabeza en el agua fresca sus ideas se despejan de inmediato. El dolor deja de parecer una nube alrededor de su cráneo y se circunscribe al área donde recibió el golpe. Lito cuenta hasta diez y endereza el cuerpo. El agua le empapa la camisa haciendo que se le pegue a la espalda. Los ladridos del Capitán no son tan insoportables ahora.

—¿Qué te pasa a vos?

Desde detrás del galpón, un ruido metálico repiquetea sobre los tablones. El perro se asoma hasta donde le permite el largo de la cadena y lo mira esperanzado. Emite tres ladridos cortos, amistosos.

—Ya te suelto, aguantame.

Lito entra en el galpón y sale con una varilla de metal terminada en forma de gancho. Entre el suelo y los pilotes de la casa, en el espacio de cuarenta centímetros donde la sombra mantiene una humedad constante, está su remedio. Se agacha y rebusca con el artilugio hasta sacar una bolsa de tela mojada y embarrada. Dentro de la bolsa está la botella con la etiqueta casi ilegible: caña quemada Carlos Gardel. El contenido es un líquido amarillo. Con dedos torpes, abre la botella y apura una serie de tragos largos. Ahora sí, hijos de puta. Cuando suelta al perro se tropieza y debe sujetarse contra los postes del alambrado. El Capitán empieza a saltar a su alrededor con una alegría peligrosa y Lito se ve obligado a pegarle un grito para que se contenga.

—¡Pará la moto, carajo!

Juntos se adentran por el caminito lateral, bajo una escolta de alisos de río apretujados como un tabique, hasta un canal angosto que limita con el campo de Jaramillo.

En la orilla, las raíces de los sauces parecen manos hundidas en la tierra. Las chicharras arremeten en tandas rabiosas.

         —¡Acá! —dice Lito. El perro salta por encima de unos matorrales y se acerca a la carrera.

La canoa está tumbada boca abajo, medio oculta entre los yuyos, al lado de un viejo puentecito de troncos. El casco verde está emparchado con resina en tres lugares para que no se filtre agua. Le va a tomar más tiempo hacer el recorrido a remo, pero no le queda más remedio. Después de pegarle un largo trago a la botella y cerciorarse de que el remo esta en condiciones, mete la embarcación en el riacho.

—¡Capitán!

El perro salta con agilidad y se ubica en el huequito de la proa. Lito se sienta y empuja con el remo para alejarse de la orilla. Solo después de acomodar la botella de caña entre sus piernas, endereza la canoa con brazos firmes, remando en el centro del cauce en dirección al canal.